Un príncipe, un mendigo.
Con los prejuicios podemos perdernos grandes personas
en el camino. Me gustaría que todo el mundo conociera a mi amigo, Armel Nya. Él
es algo más joven que yo. Le conocí por casualidad gracias a un reencuentro con
una antigua amiga sevillana a la que le había perdido la pista. Se había casado
con él hace dos años y habían tenido ya dos niños. Camerunés de nacimiento y
español de adopción. El tercero de siete hermanos nacido de su madre y de su
padre, un hijo de príncipe de uno de los reinados del oeste del país.
La historia de Armel es la historia de un chico de 29
años que sale de su tierra para probar suerte en búsqueda de una vida digna.
Desde Camerún inicia un duro camino de tres largos años movido por la rebeldía
y la impotencia que le generó la enfermedad, la falta de recursos y las
dificultades de su entorno.
El viaje se convierte en una experiencia inimaginable,
imposible de resumir, en la que convive con sus miserias y limitaciones, pero
también con el líder que lleva dentro y con las luces y las sombras de los
hombres y mujeres que encuentra a su paso. Pasa muchas calamidades (hambre,
robos, palizas, abuso, muerte) que en comparación con las que ve en otros, le
recuerdan todo lo regalado, despiertan su generosidad y le hacen una de las
personas con el corazón más grande que puedas imaginar. Durante el viaje
descubre su verdadera fe y empieza a sentir y a ver a un Dios cercano y
presente.
En el bosque de Gurugú se hermana de tal modo con
otros compañeros de camino, que rezan en común inmigrantes de todos los países
y religiones sin importar si son musulmanes, protestantes o católicos. Piden
que Dios les de fuerzas y no los abandone.
Al llegar a Sevilla, está en un Centro de Acogida de
Refugiados (CAR). Su primera experiencia en una parroquia que había al lado del
CAR es muy desagradable. Uno de los primeros domingos, se acerca con un
compañero a celebrar la misa. Se sienta en un banco, y a pesar de que el templo
esta bastante lleno, nadie se sienta en el mismo banco. Al darse la paz, nadie
se acerca, quizá por estar todos muy lejos, pero se sienten solos, abandonados.
En un sitio, donde celebramos que somos hijos de un mismo Dios, ¡dos hombres se
sienten separados, distintos y solos¡. Desde luego, las peores fronteras son
las del corazón.
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